37°. El Ex

Los últimos días del año me los pasé con un cuellito ortopédico y yendo tres veces por semana al kinesiólogo. En una de las visitas, el kinesiólogo me avisó que estaba atrasado por lo que me fui a esperarlo a un café que hay en la esquina de su consultorio. Un café de esquina en ochava, con grandes ventanales abiertos a la calle. Ahí estaba yo, mirando cómo se derretía el pavimento por el calor infernal de diciembre, cuando en la esquina opuesta veo a un ex. Mi último ex desde hace años. Traté de pasar desapercibida, hacer que escribía algo en mi celular, pero con lo del collar ortopédico fue imposible. Yo saltaba a la vista como un sexto dedo. Me vio, cruzó la calle y entró al café. Se paró al lado de mi mesa y me dijo “Hola, ¿cómo estás?” Le sonreí fingiendo sorpresa. Le dije que estaba bien, señalando el cuellito con ironía. La cosa era incómoda a más no poder, y no me refiero al collar ortopédico. Nos miramos, yo como “ok, ya me saludaste, ahora adiós”, y él con ganas de sentarte y charlar de la vida. Como vi que no se movía de al lado de la mesa, lo invité a sentarse esperando que dijera algo como “no puedo, se me hace tarde para...”. Pero aceptó.
Yo no tengo nada en contra de los reencuentros con exnovios, saludarse amablemente, etc., pero tampoco me sale sentarme a hablar de la vida en un bar, y menos con él, que no habíamos quedado ni como amigos ni como nada. Yo a este tipo no lo veía hace años.
Bueno, la cosa es que volvió a preguntarme cómo estaba. Otra vez le señalé el cuello, le dije que estaba haciendo tiempo para ir al kinesiólogo, que no era nada serio, sólo un problema cervical derivado de pasarme demasiadas horas mal sentada frente a la computadora escribiendo. Sin embargo, volvió a la carga y preguntó otra vez “¿cómo estás?”.
Ahí lo vi: estaba mucho más canoso, sentado medio de lado, mirándome y bajando la mirada. ¿Qué quiere este tipo? ¿Para qué se sentó acá? Me pregunté.
Me dijo que se había encontrado con mi hermana hacía tiempo, pero que en todos estos años jamás conmigo, y que siempre se preguntó cómo andaba yo. Le respondí que si realmente hubiera querido saber, me podría haber llamado o mandado un mail. Le volví a decir que estaba bien, que el año pasado había vivido en México, que seguía escribiendo guiones y que había publicado un libro.
Él me contó que seguía trabajando para la misma empresa, y que se había casado. Ahí se corrigió, dijo que estaba en pareja, y que tenía tres hijos. El más grande era de su mujer. De los que tuvieron entre los dos, el mayor tenía x años y el más chico x. Lo miré, muda. ¡No me daban las cuentas! O sí, o era el calor, el cuello, los calmantes. Rápido, agregó: se dio todo muy rápido, refiriéndose a los hijos. Resumiendo: si no fui cornuda, le pegué en el poste.
En un momento se acercó la moza a ofrecerle algo de tomar y él negó. Aliviada pensé que entonces ya se iba, pero no, señores. El tipo inmutable. Seguimos hablando de esto y de aquello, todo forzado y como sin sentido. Él insistiendo con su latiguillo: cómo estás, cómo estás, cómo estás. Hasta que me harté (como había sido él el que había terminado la relación) y le aclaré: “Si creés que te guardo rencor o algo así, estás equivocado, está todo bien. Yo estoy bien.” A lo que me respondió: “no creo que me guardes rencor, porque no hubo culpables.” Y otra volvió a preguntarme que cómo estaba. Me dieron ganas de gritarle: ¿entonces qué cazzo querés saber??? Aunque no se lo grité, sí se lo pregunté: “no entiendo por qué me seguís preguntando cómo estoy, ya te dije que estaba bien.” Él ahí se puso a la defensiva: “ay, bueno, no te pongas así, no seas así...”
¿Así cómo? No entiendo qué más querés saber... – le respondí.
Casi como esquivándome la mirada, me dijo que él se refería a lo personal, que cómo estaba en lo personal. Quería saber si estaba soltera o en pareja.
Lo miré fijo, incrédula. Le conté que estaba soltera y sin hijos. Que no tenía hijos por elección, que ese jamás hubiera sido mi plan...
Y aun así, después de responderle esto, no se movía de la put... silla. Me dieron ganas de gritarle: “¿No me ves que estoy con un cuello ortopédico, media drogada, con cara de dolor, y calor... y vos insistís y no te vas? Fui amable, te respondí tus preguntas, ¿qué más? ¿Para qué esta escena demencial?”
En vez de eso, le pregunté directamente: “¿De qué más querés hablar? ¿Querés que te pregunte por tus hijos?”
Él negó, y balbuceó algo.
No, dale, hablame de tus hijos. – le dije.
Y me habló de sus hijos. En un momento volvió a salir el tema de mi libro, él me contó que había leído algunas partes. Le aseguré que él solo aparecía en un capítulo, y no en todo el capítulo, además no ponía su nombre, que se quedara tranquilo. En fin, la cosa es que no se iba. El tipo estaba como pegado a la silla, hasta que de golpe dijo: “bueno, me tengo que ir.” Nos saludamos y se fue.
Pero yo me quedé mal. Como con un mal sabor. Pero no por él. Él fue igual que cuando estábamos juntos. Me afectó comprender que yo también había actuado como cuando estábamos juntos: con cero registro de mí misma. Yo le quería gritar a él: ¿no me ves, no ves mi cuello, por qué no me evitás esta escena? Pero la que no se vio a sí misma fui yo. Y en vez de decirle: “sabés que, no me siento bien, te doy mi celular, llamame otro día cuando YO me sienta bien y si querés nos juntamos a tomar un café y nos ponemos al día”, en vez de hacer eso, le sostuve la escena idiota a él.
Escena cuyo objetivo aun no termino de dilucidar. Un par de amigas me dijeron que probablemente quería tantear el terreno para ver si había la más remota posibilidad de tener onda conmigo. Yo no lo creo ni por un segundo. No había esa energía. Mi teoría de que él quería asegurarse que no le guardaba rencor tampoco se sostiene porque él lo negó. Podría haberme mentido, pero tampoco lo creo. No sé qué buscaba, y tampoco es importante. Lo único importante acá es por qué desoí a mi cuerpo. Amigos, mi propósito para este año nuevo es el siguiente: escuchar a mi corazón y actuar en consecuencia.

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