16°. El fantasma

Siendo que el último hombre que me tiró los perros fue un cura (se imaginarán la escenita: yo, incrédula, mirándole la levita y preguntándole: ¿Usted me está pidiendo el teléfono a mí?), se me puede perdonar la debilidad de ánimo ante él.
El fantasma de mi viejo amor. El hombre bello.
Lo vi de casualidad en una milonga de la calle Corrientes. El mismo inseguro de siempre. El bello de siempre. ¿Por qué, de repente, aparece el pasado y barre con todo lo que una se esforzó por plantar, hacer crecer, cuidar?
Con el fantasma aparecieron los recuerdos. Los buenos. Los malos. Como un flash. Pero con lo del curita encima, más mi celibato voluntario de meses, el estrés y la mar en coche, fueron solo los buenos recuerdos los que se ensañaron en quedarse, en permanecer haciéndome compañía... ¿Por qué los recuerdos operan así? De golpe, me encontré repitiendo como mantra la canción de Bola de Nieve: “Pobrecitos mis recuerdos, cómo luchan por quedarse junto a mí, yo les digo que se marchen, que me dejen y que no me hablen más de ti”.
Aunque esa noche no se notó mi nostalgia. Traté de aplicar lo que le decimos a los niños cuando creen que el hombre de la bolsa se esconde dentro del ropero: ¡Enfrentalo! ¡Prendé la luz! ¡Mirá!
Y lo hice. Con mi mejor semblante, con mis mejores ojos, con mis mejores sonrisas, como si no me importara, como si no recordara las noches juntos, ni las extrañara.
Lo enfrenté con tales ovarios que lo enmudecí. Y de repente, ese hombre se hizo pequeñito y pude ver que mi fantasma no asustaba tanto. Esa noche me fui a la cama orgullosa de mí misma y sin miedos, durmiendo a las ovejitas con la frase: ese hombre no era para mí, hice lo correcto.

Pero los días y las noches van pasando y lamento reconocer que no soy tan fuerte…


¿Aunque es algo bueno, no? Hay corazón.

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