12°. Un maldito repostero
Amigos, ¿a quién en
su sano juicio se le ocurre poner un revólver en las cintitas rosas de una
torta de casamiento?
Como ya habrán
adivinado, ese adornito macabro me tocó a mí. Bien podría haber sacado la
alianza, el corazón con cerradura o la llavecita para abrir el corazón con
cerradura, un trébol de cuatro hojas, una herradura de la suerte… ¡Cualquier
cosa! Pero no, Paulita se ganó un revólver dorado. Imagínense mi cara al tirar
de la cinta bebé rosa. ¡Maldito repostero! Todos los demás adornitos
auguran posibles futuros encuentros amorosos. ¿Pero un revólver para qué sirve?
Por ahora solo adivino dos posibles respuestas: o salís a cazar a un tipo o te
pegás un tiro. Terrible.
Me puse de un humor
espantoso. Tal vez porque lo del revólver había sido como la frutilla del
postre. La noche no había empezado de la mejor manera.
Como saben, vivo
sola. Tenía planeado usar un fabuloso vestido estilo “New Look” de Dior, que se
cierra por la espalda. Faltaban minutos nomás para que me pasara a buscar el
taxi y ahí estaba yo, sola en mi monoambiente, maniobrando para cerrar el
bendito cierre, y sin éxito. ¡Estaba peinada, pintada, pero en pantuflas y en
bolas! Tuve que salir con el vestido a medio poner a tocar los timbres de mis
vecinas para que me cerraran el vestido. Un espectáculo lamentable. Lo peor del
caso es que tuve que tocar varios timbres. Mi único pensamiento era: ¡si
viviera con alguien, esto no me pasaría!
La lectura de los
votos de los esponsales en la ceremonia puso a prueba mi maquillaje. Pero,
gracias a Dios, el bendito rímel era a prueba de agua y eso evitó que me
trasformara en un mapache. Durante el vals se me piantó otro lagrimón, uno bien
grande. Pero no fue por ver a los novios danzando extasiados al ritmo del Danubio azul como si no hubiera existido
el amor antes que ellos, sino por saber que mi viejo ya no va a estar para sacarme
a bailar el vals cuando me toque a mí ser la novia.
Luego, Frank Sinatra cantó sus Strangers in the night, I´ve
got you under my skin y New York, New
York. Y salieron a bailar todos: jóvenes, viejos,
maduros, padres, abuelos, tíos, amigos, todos en pareja. Todos menos yo. Tomé
con mucha delicadeza una burbujeante copa de champagne y conminé al mozo para
que la mantuviera llena toda la noche. Temía que se me hiciera larga.
Pero no fue así.
Bailé, comí, bebí y me reí entre viejos amigos. Fui testigo de la unión de dos
personas que se aman. Y además de todo eso, hubo otro hecho feliz. Dos hombres
amigos de la pareja que se casaba, que yo había conocido en New York el año
anterior, no me reconocieron. No fue hasta bien avanzada la fiesta que cayeron
en la cuenta de que era yo, que era la misma persona. “¡Ahora me acuerdo de
quién sos! ¡Estás re cambiada! ¿Qué te pasó? ¡Qué vestido! ¡Tu piel! ¿Qué te
hiciste? ¡Estás divina!”. Yo les sonreí, profundamente agradecida.
Recordé qué me
había pasado un año atrás: estaba en una relación que no iba ni para atrás ni
para adelante. Empantanada. Y sin opción a mejoría.
Ya en el final de
la fiesta, mientras me guardaba alegremente el revolver en mi cartera, pensé: después
de todo, mi soltería no me vino nada mal. Sé qué es lo que no quiero, lo que
probé y no funcionó. Y sé que tengo un revólver para salir a cazar. Sí, con z.
Pero no al príncipe azul, que destiñe, sino a un hombre que, como yo, tenga el
deseo de amar bien. Mal ya lo conozco y no sirve para nada.
Un beso a todos,
Paula.
PD: a los que les
intriga saber cómo fue que me saqué el vestido, les cuento que una amiga de la
hermana del novio y su marido me alcanzaron hasta mi casa. Ella fue la que me
bajó el cierre hasta la mitad de la espalda, en la puerta de mi edificio.
Llovía y hacía un frío de la gran siete. Subí las escaleras hasta mi
departamento sosteniéndome el vestido con las manos y a paso ligero, no fuera
cosa que me topara con algún vecino. Abrir la puerta se me complicó. Pero
estuvo todo bien. Todo está bien.