20°. Una tarde en la morgue
Los otros días,
camino a San Telmo en el 29, pasé por la Morgue Judicial y
me recordé a mí misma esperando en la esquina de Viamonte y Junín. En esa época
yo, además de soñar con ser escritora, tenía la difícil ilusión de convertirme
en bailarina de tango, me corrijo, en una famosa bailarina de tango, y recorrer
el mundo con mi compañero y pareja; seríamos felices y comeríamos perdices. Así
que cuando en una milonga conocí a Mariano pensé que por fin las estrellas se
habían alineado a mi favor. Era muy bueno bailando, tenía sentido del humor,
unos ojazos azules hermosos y tiernos, y según sus palabras, le encantaba
bailar conmigo. ¿Qué más? Me propuso juntarnos a practicar para ver si nos
entendíamos. Hay que decir la verdad: una cosa es un tango de 3 minutos con un
tipo que te levanta la temperatura con solo mirarte y ponerte un dedo encima, y
otra cosa muy distinta es pasar unas cuantas horas meta pisotón, sudor, mal
abrazo y la falta de oído musical propias de un ensayo. Podés querer asesinar
al mismísimo George Clooney.
Cuando me propuso
encontrarnos en Viamonte y Junín, me extrañé un poco, sabía que era la esquina
de la morgue. Pero bueno, es tan enorme que así no hay manera de perderse,
pensé. Y ahí estaba yo, pantaloncitos ajustados de ensayo, musculosa escotada y
mis zapatos de tango rojos en la mochila, cuando lo veo salir de la puerta de
la morgue. Me quedé helada. Me dio un beso en la mejilla y me dijo: “Estás re
linda, vení, vamos”. Y empezó a caminar. ¿A dónde? le dije asustada. Mientras encaraba para la puerta del edificio,
me contestó: “Yo trabajo acá. Termino el turno en un ratito. ¿Me bancás?”.
¿Qué le iba a
decir? ¿No? Además, era solo esperar un ratito. El lugar podría haber sido
mejor, pero perfecto no existe. De a poco, el motorcito que hay en mi cabeza
comenzó a funcionar otra vez… ¿Haciendo qué en la morgue trabaja este tipo? ¿No
es algo que hay que mencionar antes de la primera cita? Claro que “esta”
no era una cita. Era un encuentro para ensayar, practicar… ¿Será el que los
opera? ¿El que los abre como…? Una vez adentro, me sorprendió la falta de olor.
Era un edificio muy municipal y ascético. Nada que ver con CSI, pensé. Y caí: a
lo mejor me puede contar historias para futuros cuentos, incluso para una película…
Le dije: Seguro que tenés un montón de historias para contarme. Pero él negó, esta
es la morgue de los accidentados. No de los asesinados. Ah… Ok.
Me llevó a la que
era su oficina, o más bien, una oficina general donde atendía al público. Y por
público quiero decir personas que iban a reclamar el cuerpo de un ser querido
muerto en un accidente. Me dijo: “Sentate ahí que ya termino”. Me senté en una
silla vieja de madera y desde mi rincón lo vi acercarse a una especie de
ventana-mostrador y hablar con mucha compasión con una mujer. Le decía: “Enseguida
le averiguo, no se preocupe”. Tomó un teléfono de esos negros, antiguos, y
dijo: “¿Che, ya lo tenés listo?”. ¡Le faltó agregar “al fiambre”!
Se me heló la
sangre. Era como si de golpe la luz hubiera cambiado en la oficina y en vez de
a Mariano, el tipo copado y de ojos divinos de la milonga, tuviera a mi
lado a Narciso Ibáñez Menta. Creo que se me adivinó en la cara, porque me puso
una mano en el hombro y me guiñó el ojo.
Tal vez sea
necesaria esa pátina de ironía, pensé. Uno no puede vivir rodeado de muerte y
seguir como tan campante. Hay que hacerse una coraza. Eso es, la coraza de la
profesión. (En retrospectiva, vale mencionar que las mujeres, para ponerle onda
a un hombre, justificamos cualquier cosa).
Mariano se acercó a
la ventana y despachó a la mujer otra vez con cara de compasión. Yo ya quería
irme, como se imaginarán. Y fue exactamente lo que dijo: “¿Vamos?”.
Sonreí un poco
aliviada, pero en vez de encarar para la puerta del edificio, enfiló para una
gran escalinata de mármol. ¿A… a dónde vamos? “A practicar, acá hay un salón
buenísmo, tiene un piso perfecto para bailar, y encima es enorme”.
¿Qué iba a hacer?
¿Salir corriendo? Ante todo la compostura. Cuando llegamos al salón, no era un
salón. O sí. Era un espacio enorme y circular, de ventanales hasta el piso
sellados por persianas, rodeado en su perímetro por columnas, dóricas, jónicas,
qué importa, y sobre el piso de mármol, como marcando el borde de la “pista de
baile”, pilas y pilas de expedientes viejos, y cuando digo viejos, digo
enmohecidos, llenos de polvo, renegridos por el tiempo. Son casos antiguos me
dijo. Ahí había un olor espantoso, y comencé a estornudar. Pero él siguió como
si nada. Sacó de adentro de un mueble antiguo de madera un pequeño equipo de
música portátil. Yo seguí estornudado. “¿Le tenés alergia al polvo?”. No, a la
morgue, la puta madre, quise gritarle… Pero le sonreí y asentí. Sabés, creo…
que no voy a poder bailar acá, la alergia… Él puso otra cara de compasión,
distinta a la que usaba en la oficina, esta era la número 4 seguramente. “Bueno,
si querés lo dejamos para otro día”.
Sí, mejor, le dije.
Cuando bajábamos por la escalinata, se le ocurrió: “Ya que estás acá y me
preguntaste por historias, no querés visitar el museo”. ¿El qué? “El museo de
la morgue, está el petiso orejudo. Esa sí que es una película. ¿Qué te pasa,
estás blanca?”.