17°. Fifty shades of…
Amigos, la edad no
es un parámetro de nada. ¿Y por qué lo sé? El jueves me invitaron a una especie
de fiesta privada; yo me había pasado varios días investigando sobre
enfermedades y trastornos para un guión, por lo que necesitaba airear mi
cabecita con urgencia, y como además de buen vino iba a haber un show de strip-tease burlesque, me pareció interesante la propuesta, y fui. El show en
sí fue muy muy breve, y por ende, nada erótico. La mina se subió a una tarima,
se meneó 3 segundos al ritmo de una música medio jazzeada, hizo ¡Boom! y se
sacó todo. Una decepción. Mientras bebía vino con mis amigas, se me acercó un
señor, amigo del hermano de una de mis amigas. Y digo señor porque no podía
tener menos de cuarenta y pico, largos. Bueno, tenía cincuenta. Yo no aparento
la edad que tengo, así que por lo general se me acercan tipos más chicos que
yo, y los espanto. La historia de Demi Moore me impresiona un poco…
Así que cuando este
hombre se me acercó, le di chance. Tenía pelo abundante atado en una colita,
todos sus dientes blancos, buen físico y se reía, además parecía tener buena
charla. Como se había hecho medio tarde y yo ya tenía ganas de irme, él se
ofreció a llevarme, no sin antes tomar un café juntos. Cuando me dio la espalda
para escoltarme a su auto, le vi la parte de atrás de su cabeza. El pelo largo
atado en una colita era para simular la coronilla raleando. En fin, ahí estaban
los cincuenta. No fue que se estuviera quedando pelado lo que me impactó,
después de todo yo había salido con varios pelados, sino su intento por ocultar
la incipiente calvicie. Sumado al uso de zapatillas Converse, tendría que haber
hecho 2+2 ahí mismo y haber abortado la misión. Pero bueno, seguí adelante con
el café, un poco obedeciendo a la sabia frase de mi querida amiga Sole: “Paula,
un café no se le niega a nadie”, y otro poco porque hacía bastante que no
estaba con nadie, que no conocía bíblicamente a nadie, y amigos, aquí el error
en mi silogismo: creí que a los 50, un tipo ya la tiene clara en esos
menesteres, nomás por una cuestión de tiempo transcurrido sobre la faz de la tierra.
Qué noche olvidable
la que le siguió. Pero no por él, sino por mí, que sigo desoyendo una y otra
vez las vocecitas en el fondo de mi cabeza. Y cuando digo “voces”, por favor,
no crean que voy a empezar a girar el bocho a lo Linda Blair. Ustedes ya saben
a qué voces me refiero.
La noche del café
terminó con un beso breve en la puerta de mi casa y él diciendo que me iba a
llamar para salir. El sábado me llamó a eso de las 18 para invitarme a tomar
algo a eso de las 20. Me quedé dura, a esa hora, el hombre te invita a cenar. Y
más un hombre de 50. Y se lo dije: ¿cómo que a tomar algo, a esa hora yo tengo
hambre? Me respondió: “Es para ver qué onda…”.
Nuevamente, ahí
mismo tuve la oportunidad de cortar la cosa. ¿Onda? Me sonó a excusa ratona.
Pero bueno, como era amigo de un conocido y no quise quedar como loca, además,
no tenía nada que hacer esa noche.
Me pasó a buscar
por casa y me llevó a un bar restaurante en San Isidro. Según él era un lugar “recool”,
y luego podríamos ir a su casa a ver una película… Todo me siguió haciendo
ruido: ¿cuándo íbamos a cenar? Yo no soy clavel de aire, es más, a pesar de mis
48 kilos, ¡morfo como lima nueva! Cuando llegamos al bar en cuestión, no había
ni un alma. Para tomar un “drink” solo
se podía estar en el “deck” (palabras
textuales de la moderna maître que nos atajó en la puerta). Yo me puse firme
con un no rotundo: había un viento que te volaba, después de todo estábamos a
la orilla del río.
Como él no atinaba
a invitarme a cenar ahí, le dije que yo algo tenía que comer, que fuéramos a
otro lado. A esas alturas, temía que me sugiriera McKing, pero tranzamos en
BarIsidro. Me pedí unas rabas, y él una hamburguesa. No paró de hablar de su
vida, sus problemas, su divorcio, lo cool
que era su empresa, lo bien que se llevaba con su hija adolescente, las
maratones que corría, etcétera, etcétera. Y cada vez que yo quería meter un
bocadillo sobre mi vida, me cortaba rápido con frases como: “Bueno, la vida es
así” y seguía torturándome con sus problemas. Terminada la cena, ya en el auto,
me invitó a su loft. Estaba muy
orgulloso de su loft.
Yo, claro, dudé, no
la había pasado tan bien. Me trató de convencer argumentando que tenía bebidas
para ofrecerme, incluyendo Baileys. “¿Conocés el Baileys?”, me dijo guiñándome
un ojo y haciéndose el intrigante. Yo parpadeé, medio harta. Obvio, le dije. Y
se ofendió: “Ay, parecés mi hija de 15, que dice todo el tiempo obvio…”.
¿Pero cómo no voy a
conocer el Baileys? Me callé por unos segundos, juntando fuerzas para decirle
que me llevara a mi casa (me cuesta siempre esta parte, la del rechazo. No es
que tenga el sí fácil, sino que tengo el no difícil.) Estaba en eso, cuando me
dice que él cuando era inmaduro hacía esto de hacerse el callado.
¿Cómo, me estás
llamando inmadura?
“No, lo que quise
decir es…”.
No, no, vos decís
que cuando “eras inmaduro” te hacías el callado, y yo ahora según vos, me estoy
haciendo la callada, ergo: soy inmadura. Es lógica básica.
“Bueno, no te lo
tomes así… Sabés, esto es algo que me gusta de vos, sos inteligente”.
¡Les juro que me
dijo eso, yo estaba que volaba!
¿Con qué clase de
mujer estás acostumbrado a salir? Le respondí y luego, le pedí que me llevara a
mi casa.
Él trató de
convencerme, de medio disculparse, tenía porro en su casa, podíamos fumar. Y
eso me enfureció más. Le había dicho durante la cena que no fumaba, que no me
gustaba fumar nada. ¿Qué estuvo escuchando? ¿Me registró siquiera?
Ya camino a mi
casa, todo empeoró, porque como no le gustó mucho mi decisión, se enfurruñó y
se puso a despotricar contra los chinos del barrio chino que le arruinaban la
zona de su bello loft, de los pibes
jóvenes que le competían a su empresa cool,
de los mosquitos, de la política… Yo solo quería que todo terminara lo más
rápido posible. Me imaginé cómo sería que este caballero te hiciera el amor. Un
hombre centrado en sí mismo, que no te registra, que es tacaño. Un conejito
enajenado, eso me imaginé. Sacudí la cabeza, por suerte ya estaba en la puerta
de mi edificio.
Por eso, amigos, la
edad no significa nada. Podés tener 50 años, lo que implica como mínimo tres
décadas y media de aprendizaje en lo referido a romances, amoríos, amores,
parejas, sexo, etcétera, y no haber aprendido un cazzo.
¿Será entonces que
tendré que derribar mis prejuicios contra los hombres más jóvenes y aceptar
alguna cita?