18°. El episodio del hindú

Unos días atrás me encontré a un amigo con quien había escrito hace tiempo una tira para televisión. Me dijo: “Bianco, no sabés cómo me acordé de vos. Fui a hacerme un masaje y no pude sacarme de la cabeza lo del hindú”.
Me reí. Se me había borrado completamente de la memoria el episodio del hindú.
Yo andaba con la espalda hecha un moño gracias a muchas horas de computadora y cero diversión (básicamente era una de esas épocas en las que una cree que se va a transformar en Jack Nicholson y correr con un bate al primero que se le cruce). Había probado mil y una técnicas y nada me aliviaba el dolor lumbar que me tiraba cada dos por tres en la cama y con corsé ortopédico. Una amiga entonces me recomendó a un hindú que se especializaba en masaje ayurvédico. Me dijo: es un genio. Así que ante la perspectiva de una solución tan fantástica, me mandé. Mi amiga me había advertido: mirá que el hindú es medio personaje, usa turbante y encima el lugar, bueno, no es muy lindo. Cuando llegué, todas esas predicciones se confirmaron. El “consultorio” quedaba en un edificio del microcentro, viejo y desvencijado. Lo encontré esperándome parado detrás de una puerta con paneles de vidrio, asomando su cabeza detrás de una cortina blanca. Y en efecto, usaba turbante. Barba y bigote espeso. Me abrió la puerta y lo primero que sentí fue un olor penetrante a sahumerio y aceites. El hindú, llamado Singh, me hizo pasar. Medía unos diez centímetros menos que yo, con lo cual, era bastante petizo. Con un acento a lo Peter Sellers en La fiesta inolvidable me retó porque había llegado tarde; acto seguido, me pidió que me quedara en ropa interior señalando una especie de cambiador. Siempre es un momento incómodo el de exponer el cuerpo delante de extraños, pero me di valor: es un experto, debe estar acostumbrado. Una vez que quedé casi como Dios me trajo al mundo, me hizo pasar a otro cuarto. Yo esperaba encontrar una camilla de masajes, pero no. La cosa ayurvédica parecía no ser así. Me acosté en una especie de colchón en el piso, todo cubierto de sábanas blancas y toallas. Había velas y más olor a aceite. Miré un poco para los costados, conté como mínimo cinco frascos de vidrio con líquidos ambarinos. Él se arrodilló junto a mí y me untó de pies a cabeza con aceite, y así empezó a masajear mi maltrecho cuerpito. Con muy buenas manos, firme, seguro, sin causar dolor. Comenzó por la cabeza, siguió por el cuello. Brazos. Manos. Zona del vientre. Y de golpe, se puso a masajear la ingle. Es decir ese pliegue que está entre el final del muslo y el comienzo del pubis. Me pareció rarísimo. Y lo peor es que lo hacía con una vehemencia, alternando de un lado al otro, cada vez más fuerte, masajeando en círculos. Aunque fingía tener los ojos cerrados, lo espiaba, porque jamás me habían masajeado así. Casi frotando. Y eso que había probado con shiatsu, osteopatía, RPG y muchas técnicas más. Me asombró la velocidad de sus manos, que parecían dos minipimer, y también que tenía muchas pulseras. Estaba mirándole las pulseras cuando súbitamente, algo se me movió. Ahora, escribiendo esto, me viene a la cabeza la escena de Seinfeld, cuando George Costanza grita: “It moved!”. Bueno, amigos: it moved… it began to move…
Escribir los pensamientos que me pasaron por la cabeza en esos instantes lleva mucho más tiempo del que en realidad ocuparon. Primero me dije: No, no me está pasando, no puede ser. Después: ¿Esto es el famoso masaje ayurvédico? Y luego: ¿Le digo que pare? ¿Lo está haciendo a propósito? ¿Por qué mi amiga no me advirtió sobre “esto” y sí sobre el turbante? ¿Se lo hará a todas? ¿Y a los tipos? ¿Será por las pulseras? Pero ante la inminencia de la resolución del conflicto, traté de combatirlo. Me dije: Si lo hace a propósito, no me va a ganar, porque yo soy de las que cree que  siempre hay que, como mínimo, avisar. Y si esto sucede de pura casualidad, no quiero quedar como un hornito con patas. Empecé a contar para atrás de cien a cero. Y como eso no daba resultado, traté de recordar nombres, cosas al azar, cosas feas. Pero nada, el hindú seguía como endemoniado haciendo sus círculos en mi ingle. Y lo que para mí era más increíble: me estaba ganando sin rozar siquiera el punto en cuestión. Súbitamente, una idea me golpeó: ¡Este tipo lo logra así y hay otros que ni con un GPS!
Bueno, la cosa es que me ganó. Eso sí, yo muda. Pero de alguna manera se dio cuenta, porque inmediatamente siguió bajando por las piernas sin decir ni mu. Rodillas. Tobillos. Pies. Me pidió que me diera la vuelta y me masajeó la zona lumbar y luego para arriba, alrededor de los omóplatos, cuello, hasta la cabeza otra vez. Terminé, me dijo. Me vestí sintiendo que se me pegaba la ropa al cuerpo, por estar embadurnada en aceite. Le pagué y me fui con algo de vergüenza y llena de dudas. Le hubiera querido preguntar para qué me había masajeado así. Si era parte del “tratamiento”. La liberación postclímax es muy saludable, ¿pero no debería avisar antes? Llamé a mi amiga, enojada: ¿Por qué no me dijiste? “Ay, ¿a vos también te pasó?”, me respondió.
¿Cómo se puede razonar con personas así? Pero esto da para otra historia. Esta, la que cuento hoy termina así. De manera abierta. Nunca me enteré de por qué había incluido un orgasmo en su sesión de masaje. La espalda no me mejoró. Cuando le conté este episodio a mi amigo, se quedó perplejo. Me dijo: “Bianco, me estás jodiendo, ¿no? ¿Solo con circulitos? ¿Sin tocarte ahí ahí?”. Exacto. Creo que él lo intentó con alguna chica, pero sin los resultados esperados. Por mi parte, opté por no contar más esta historia, al menos a los tipos, porque me pareció que se acomplejaban un poco. Para Singh fue bastante fácil, es más, lo usaba eficazmente como parte del tratamiento. Mientras que para otros es todo un misterio, algo semejante a la búsqueda del tesoro, necesitan mapas, cuadros sinópticos, PowerPoints y horas, horas, horas de práctica. Quién sabe, tal vez por eso preferí borrar de mi memoria el episodio del hindú. Él lo logró tan fácilmente y jugando conmigo en contra, contando de cien a cero…

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