29°. Sandro en Tijuana
Volando en fiebre,
sin maquillaje, sin perfume, sin haberme siquiera quitado el unicejo, vestida
como mi sobrino adolescente. En ese estado estaba por cruzar la frontera que
divide San Diego de Tijuana en un micro que me iba a llevar al aeropuerto desde
donde tomaría un avión al DF, mil horas después. Éramos el chofer, un americano
y yo. El chofer escuchaba música mexicana romántica. El americano, sentado en
la fila detrás de la mía, del otro lado del pasillo, capuchino en mano y con
unos ojos azules que partían la tierra, me preguntó si hablaba inglés. Yes. Y
me empezó a preguntar acerca del trámite en la frontera, esto y aquello. Yo
(tratando de seguir los consejos de mi gran amiga Andy: tenés que dejar que el
tipo se acerque, que se fije, que te busque, no le saltes al cuello ni lo
apures) le contestaba con distancia, con un desapego casi gatuno… Luego, el
americano pasó a preguntas más personales, qué hacía, dónde vivía, y etc.
Cuando llegamos a la frontera, lo ayudé con el trámite y cuando volvimos a
subir al micro, ya para dirigirnos al aeropuerto en Tijuana, se sentó en la
misma fila que yo, pero dejando el pasillo en el medio. Y ahí me acordé de mi
estado calamitoso. Cinco segundos tardás en ponerte rimmel y perfume, nena!
Pero aparentemente al tipo no pareció importarle mi aspecto. Seguimos hablando,
de ballenas, glaciares, cataratas. Le mostré las cruces en la línea, en el
cerco real que separa los dos países. No sabía que significaban esas cruces.
Son los mojados que no llegan y mueren en el desierto. Esto claramente cortó el
clima, algo para lo que yo soy especialista. Hubo un silencio. Y ahí mismo, de
la nada, apareció Sandro. El chofer mexicano escuchaba Sandro! Me dio un ataque
mezcla de risa y emoción y le expliqué al americano quién era y qué significaba
para los argentinos. Incluso, le moví las caderas a lo Sandro. Con eso, lo
terminé de espantar. Pero cuando llegamos al aeropuerto y nos bajamos del
micro, yo convencida de que el muchacho saldría corriendo, no lo hizo.
Caminamos juntos. Yo incómoda, sin saber si tenía que acelerar el paso para
perderlo o ralentizarlo, para darle la chance a él de alejarse si así lo
quería. Pero va y me pregunta cómo me llamo. Paula. Él me dijo que se llamaba
Beau… No estoy jodiendo. El tipo se llamaba “beau”, hermoso, bello en francés.
Y lo era. Medio rubión, alto, de unos ojazos. Lo miré y me reí. Quiso explicar
cómo se escribía su nombre, pero le dije, ya sé, como en francés. Y se rio.
Dentro del aeropuerto me empecé a poner nerviosa, qué tenía que hacer, decir,
me invitaría un café, lo invitaría yo, me pediría el mail? Una bola de nervios,
y cuando eso me pasa, me vuelvo verborrágica, que en inglés no es ninguna
belleza, y también torpe. Subiendo la valija a las cintas para escanearlas, se
me desabrochó el corpiño, y siendo yo de taza muy pequeña, uso unos más bien
del tamaño “ciencia ficción”, y eso me puso más nerviosa todavía, me cerré la
campera de plumas para que no se me notaran esas dos cosas que flotaban por mí
pecho y hacía un calor del demonio… Lo miraba y le sonreía, media espástica,
sonrojada por la fiebre y por el bello. Y él me sonreía… Nos pusimos en las
filas para chequear el equipaje, yo ya demasiado consciente de mi estado. Tenía
ganas de gritarle: ¡Hacé algo o ándate, pero no me tortures con el suspenso de
tu sonrisa. Evitame el espectáculo que estoy dando! En cambio, me quedé
callada. Él me preguntó un par de cosas más, relacionadas con el equipaje, y
como no había hecho el web-check in, tuvo que ir a hacerlo a unas máquinas que
estaban lejos, dejándome sola en la fila. Luego ya no regresó. Despaché valija,
pasé el control de pases de abordar y me metí a un baño a abrocharme el corpiño
y ponerme perfume. Me senté en un bar, pedí un café, abrí la compu y ahí lo vi
pasar. Creo que nos vimos a través del vidrio, pero no lo sé. Había reflejo,
fue confuso. Y desapareció. Mi avión salía cuatro horas más tarde. Me quedé
pensando. Cuanto más interfiero, más entorpezco. A veces los encuentros duran
minutos. A veces, horas. A veces duran años. Pero si metés presión, ansiedad,
prejuicios, lo que debería suceder, el guion demente de tu cabeza y la mar en
coche… lo cortás, asfixiás toda posibilidad de que algo sea.